Foto: animalpolítico.com |
Redaccion12 septiembre, 2012
Alejandro López Flores
En tan sólo unas horas se ha vuelto un lugar común afirmar que la decisión anunciada por Andrés Manuel López Obrador en la asamblea del pasado domingo –la ruptura de terciopelo con los partidos del Movimiento Progresista y la posibilidad de convertir al Movimiento Regeneración Nacional en un partido político, que para efectos prácticos luce ya como una decisión tomada— modifica de golpe las estructuras de incentivos para la política partidista y la geografía de las opciones electorales.
En el primero de esos ámbitos las rutas parecen más claras y definidas: la decisión de soltar la rienda al PRD en manos de los chuchos reduce a éstos el costo político de convertirse en esa “izquierda” moderada, “constructiva” y “moderna” que tanto reclama la derecha, al unísono con los think tanks, los medios de comunicación afines al régimen –o sea, casi todos— y el empresariado. La bifurcación del progresismo partidista arroja también saldos diversos para el PAN, en la medida en que le quita a éste el monopolio de la “oposición colaboracionista” que empieza a jugar desde ya ante el inminente retorno del PRI a la Presidencia, pero también por cuanto abre algunas posibilidades, así sean más remotas, para la creación de un “bloque opositor” en aquellos aspectos en los que puedan existir coincidencias programáticas con el PRD (léase: aquellos aspectos en los que el PRD decida realizar concesiones adicionales a la derecha). Hasta ahora, la presencia de López Obrador en las filas del sol azteca representaba un lastre, en mayor o menor medida, para un rumbo de acción semejante.
En el segundo de los terrenos señalados, sin embargo –es decir, en la configuración de una nueva geografía electoral—, el panorama luce un poco más incierto, y su esclarecimiento dependerá, más que de lo que logre conquistar el perredismo posamloísta ahora que se ha curado la esquizofrenia, de lo que haga o deje de hacer Morena. Ese movimiento, que desde hace tiempo constituye el centro gravitacional de las izquierdas legalistas en el país –que no de las izquierdas en general— enfrenta ahora el reto de erigirse en un espacio en que coexista la labor puramente social –esto es, la consolidación y ampliación de una base social que dote a la organización de mayor vigor y capacidad de presión frente a sus interlocutores— con la construcción de una sigla formal que sirva como puente con el andamiaje institucional que rige la actividad partidista, y de buscarse, desde esa coexistencia, una ubicación, una razón de ser en ese mapa de opciones políticas que se somete al escrutinio de la ciudadanía.
-¿Y qué lugar debe ocupar Morena en ese mapa?
La respuesta no parece elemental desde la lógica que preconizan los defensores de las vertientes anglosajonas de interpretación politológica, quienes afirman que el centro político es la tierra prometida a la que deben aspirar las facciones partidistas y que la llave para dicho destino es la moderación y el fin de las ideologías. En un panorama en el que esa joya de la corona es disputado por un partido de izquierda derechizado y dos de derecha a secas, uno puede ir obteniendo desde ya un par de conclusiones: primero, que el tan mentado centro político no está muy al centro que digamos; segundo, que el lugar del movimiento social en vías de convertirse en partido político no puede ser una zona tan congestionada como la referida, mucho menos cuando ello implica la correcta adaptación a un sistema político-electoral desacreditado y descompuesto, en el que la observancia de los preceptos democráticos y de representatividad política parecen menos que un buen deseo.
Tal vez sea muy pronto para expresarlo en forma concluyente, pero da la impresión de que para que Morena pueda erigirse en el factor de renovación política que ese sistema requiere es necesario que su incorporación en la arena partidista se dé en términos dialécticos (en el sentido menos retórico del término) y abiertamente críticos, que asuma un compromiso sin cortapisas con su plataforma programática: el Proyecto Alternativo de Nación (lo que significa ceñirse por completo a él a la hora de evaluar la pertinencia de un acuerdo o alianza estratégica con otras fuerzas), y que, lejos de hacer caso a las fuerzas centrípetas de la política nacional, se apreste a explorar la periferia, la marginalidad, la otredad; a articularse con el conjunto de expresiones y luchas sociales y con los núcleos de electores independientes que ahí habitan y a hegemonizar, por esa vía, el difícil campo de la verdadera oposición.
Alejandro López Flores
En tan sólo unas horas se ha vuelto un lugar común afirmar que la decisión anunciada por Andrés Manuel López Obrador en la asamblea del pasado domingo –la ruptura de terciopelo con los partidos del Movimiento Progresista y la posibilidad de convertir al Movimiento Regeneración Nacional en un partido político, que para efectos prácticos luce ya como una decisión tomada— modifica de golpe las estructuras de incentivos para la política partidista y la geografía de las opciones electorales.
En el primero de esos ámbitos las rutas parecen más claras y definidas: la decisión de soltar la rienda al PRD en manos de los chuchos reduce a éstos el costo político de convertirse en esa “izquierda” moderada, “constructiva” y “moderna” que tanto reclama la derecha, al unísono con los think tanks, los medios de comunicación afines al régimen –o sea, casi todos— y el empresariado. La bifurcación del progresismo partidista arroja también saldos diversos para el PAN, en la medida en que le quita a éste el monopolio de la “oposición colaboracionista” que empieza a jugar desde ya ante el inminente retorno del PRI a la Presidencia, pero también por cuanto abre algunas posibilidades, así sean más remotas, para la creación de un “bloque opositor” en aquellos aspectos en los que puedan existir coincidencias programáticas con el PRD (léase: aquellos aspectos en los que el PRD decida realizar concesiones adicionales a la derecha). Hasta ahora, la presencia de López Obrador en las filas del sol azteca representaba un lastre, en mayor o menor medida, para un rumbo de acción semejante.
En el segundo de los terrenos señalados, sin embargo –es decir, en la configuración de una nueva geografía electoral—, el panorama luce un poco más incierto, y su esclarecimiento dependerá, más que de lo que logre conquistar el perredismo posamloísta ahora que se ha curado la esquizofrenia, de lo que haga o deje de hacer Morena. Ese movimiento, que desde hace tiempo constituye el centro gravitacional de las izquierdas legalistas en el país –que no de las izquierdas en general— enfrenta ahora el reto de erigirse en un espacio en que coexista la labor puramente social –esto es, la consolidación y ampliación de una base social que dote a la organización de mayor vigor y capacidad de presión frente a sus interlocutores— con la construcción de una sigla formal que sirva como puente con el andamiaje institucional que rige la actividad partidista, y de buscarse, desde esa coexistencia, una ubicación, una razón de ser en ese mapa de opciones políticas que se somete al escrutinio de la ciudadanía.
-¿Y qué lugar debe ocupar Morena en ese mapa?
La respuesta no parece elemental desde la lógica que preconizan los defensores de las vertientes anglosajonas de interpretación politológica, quienes afirman que el centro político es la tierra prometida a la que deben aspirar las facciones partidistas y que la llave para dicho destino es la moderación y el fin de las ideologías. En un panorama en el que esa joya de la corona es disputado por un partido de izquierda derechizado y dos de derecha a secas, uno puede ir obteniendo desde ya un par de conclusiones: primero, que el tan mentado centro político no está muy al centro que digamos; segundo, que el lugar del movimiento social en vías de convertirse en partido político no puede ser una zona tan congestionada como la referida, mucho menos cuando ello implica la correcta adaptación a un sistema político-electoral desacreditado y descompuesto, en el que la observancia de los preceptos democráticos y de representatividad política parecen menos que un buen deseo.
Tal vez sea muy pronto para expresarlo en forma concluyente, pero da la impresión de que para que Morena pueda erigirse en el factor de renovación política que ese sistema requiere es necesario que su incorporación en la arena partidista se dé en términos dialécticos (en el sentido menos retórico del término) y abiertamente críticos, que asuma un compromiso sin cortapisas con su plataforma programática: el Proyecto Alternativo de Nación (lo que significa ceñirse por completo a él a la hora de evaluar la pertinencia de un acuerdo o alianza estratégica con otras fuerzas), y que, lejos de hacer caso a las fuerzas centrípetas de la política nacional, se apreste a explorar la periferia, la marginalidad, la otredad; a articularse con el conjunto de expresiones y luchas sociales y con los núcleos de electores independientes que ahí habitan y a hegemonizar, por esa vía, el difícil campo de la verdadera oposición.
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